Conocí a Marito un 16 de marzo del 2009 al iniciar clases, lo recuerdo pese a que nuestras edades se separaban en poco más de la mitad de una década. En el colegio él era un niño como cualquiera, que corría y jugaba sin pensar mucho en el futuro. El recuerdo que tengo de él se ha ido desvaneciendo con el tiempo, por la poca importancia que le di. Pasaron más de 15 años y nos reencontramos, yo ya en mis treintas y él iniciando sus veinticinco. Sin duda no era el niño que difusamente recordaba, tenía barba, cabello negro ondeado que caía en su frente y un piercing en la nariz. Entre la multitud de gente que corría de los gases lacrimógenas que absorbían el aire, lo reconocí con la imagen difusa y nebulosa tal como mi recuerdo, corriendo en dirección contraria a los policías. Ambos habíamos ido a marchar para que Merino, un presidente interino e ilícito, renuncie. Miraflores era una masa irreal de jóvenes gritando y saltando con pancartas con frases algunas turbias, otras graciosas, pero todas sinceras. Se escuchaban los cánticos a lo lejos, pacíficamente una marcha por la justicia, una justicia que en nuestro país, era un invento. La policía, tenía órdenes claras, destruir, separar y asustar, sin importar qué no hubiera bullicio, ¿alguien podría confiar en ellos? Traidores de la patria, por decir menos. Recuerdo que ese día decidí ir sola, sin amigos, sin familia y sin cartel, estaba preparada para correr y luchar, en lo que se pueda. Entrando a la calle alcanfores, nos alcanzó una bomba lacrimógena, desatando la desesperación y el miedo, intenté no correr y en ese instante, lo vi. Él no me vio, solo caminó muy rápido con una camiseta tapándose la cara intentando socavar la sensación de ardor en los ojos y la garganta. Pasó a mi lado chocando mi hombro y me detuve, me detuve por varios segundos, no sé si fue mi TDAH o la fascinación más estúpida, pero no me di cuenta de que me estaba costando respirar hasta que mis ojos comenzaron a llorar. Corrí.
Una cuadra más allá, todos nos comenzamos a detener, a caminar despacio y a intentar tomar aire, nos ofrecían agua y vinagre, pero en la histeria colectiva solo me dediqué a buscarlo con la mirada. Apoyado en una señal de tránsito lo volví a encontrar. No sé si fue valentía o curiosidad pero me acerqué a saludarlo. Mientras caminaba hacia él pensaba si me recordaría, si así como yo a él, me recodaría como una chica cualquiera en el colegio que vio alguna vez. Me entraron dudas y vergüenza, pero no paré. Levantó la mirada con un aire de sorpresa y subió una ceja, estaba formando una sonrisa cuando le pregunté:
-Mario del Humboldt?
Su sonrisa se terminó de formar, unos dientes lindos y blancos se asomaron.
-Sí soy yo, tú también eres del Humboldt, no? Unas promociones mayor.
Asentí, intentando sonreír sin abrir la boca y repliqué. -Que bacán encontrarte por acá, supongo que estamos los dos tirando hacia la izquierda, quién diría?, se rió de mi chiste tonto y me dijo que sí, que planeaba ir con amigos pero le fallaron, me preguntó si yo fui sola.
-Pues sí, la verdad no quise venir con gente, no se si fue una buena o mala decisión.
-De repente buena, porque nos encontramos y de algo nos serviremos. Me respondió sonriendo. Nos callamos y en el silencio y sin pensar, comenzamos a caminar. Nuestra atención era dispersa, buscando policías, buscando gente a quien ayudar y poco pensamos en nuestras presencias.
No se explicar muy bien lo que sentí, sin duda atracción instantánea y la sensación rara de sentirla por alguien un poco menor.
Él era atlético y con la mirada dulce de una inocencia que está muriendo, sus cejas caían a los lados como anclas sin dureza pero con decisión. En cambio yo, no estaba en mi mejor físico, el descuido por el trabajo y un problema de tiroides, me hicieron ganar unos kilos, no obstante, no me veía mal y creo que incluso, de menor edad.
-Y a qué te dedicas, Raquel? Me preguntó.
Me puse a pensar si le había dicho mi nombre, que lo supiera me hizo sentir bien.
-Soy psicóloga y trabajo principalmente con niños.
Me miró inclinando la cabeza, con algo de duda, supongo.
-Yo soy maestro, estudié en La católica. También trabajo con niños, aunque me vuelva loco. Se rió corto y bonito.
-Quien diría que un chico del Humboldt, sería maestro. Acaso no llevaste clases con Mila? La profesora más terrorífica de matemática. Nos reímos al unísono.
-Sí, llevé con ella en tercero de secundaría, pero me dicen que ya no está. No era tan tétrica si la tratabas bien.
-Supongo que mi inhabilidad para mate, hizo que fuera imposible para ella tratarme bien y viceversa.
Seguimos caminando hacia una avenida principal y la gente se iba dispersando, de alguna manera sabía que esa marcha llegaba a su fin y me daba pena. No entendía pena sobre qué era aun.
Paramos en la esquina, donde el tráfico fue retomando su ritual estresante incluso en la noche. Respiró y movió la cabeza como queriéndome decir algo, pero buscando las palabras en su mente.
-Quisieras ir a comer algo, no se? Pregunté sin timidez.
-Eh claro, podríamos.
-He dejado mi carro a unas cuadras, no se por que se me ocurrió venir manejando.
-Creo que es mejor, siempre hay el riesgo de no encontrar taxis para regresar.
Lo miré terminando de modular la última palabra, lo miré en cámara lenta, vi sus gestos y sus cejas moviéndose, sus manos grandes que se alzaban con delicadeza. Me tocó a mi respirar profundo y asentir, entre una sonrisa y una mueca.
Caminamos en silencio por un rato e intentando no mirarnos, al menos fue lo que sentí. Mi carro estaba a 6 cuadras y a partir de la segunda, la conversación se tornó relajada y cómoda. De nuestros padres, de lo que hicimos al salir del colegio, de cuanto calzábamos, pregunta que nació al vernos los pies, con la cabeza gacha, buscando no acabar la conversación.
Al llegar al estacionamiento, pagué por las 3 horas que estuvo ahí, busqué nerviosamente mi llame y vi a unos metros mi Honda rojo. Ambos nos subimos, y cuando intentábamos ponernos los cinturones, nos derrumbamos el uno en el otro, en un abrazo apasionado, sin aun tocar nuestras bocas. Entre sus dos brazos, sin importar que al medio estuviese la palanca, me acerqué y lo besé. Al principio fue un beso sin movimiento, un beso resguardado y silencioso, como nosotros. Fue él quien comenzó a abrir mi boca con su lengua y a absorber suavemente mi labio inferior. Sentí que me abalanzaba sobre él y mis manos recorrían su cuello y su pecho casi desesperadamente. Su lengua era ágil y dura al mismo tiempo, la mía en cambio buscaba hacerse lugar en su boca y sentirlo. Sentí que fueron horas enganchados en una espontánea y rica muestra de excitación. No pensé que yo le podía gustar y me encantó sentirme deseada por alguien como él.
Nos separamos y gemí, sin querer, como un ruido animal de satisfacción.
-Qué fue eso? Le dije sin pensar.
-Eh, no lo se, pero estuvo bien. Rió nerviosamente.
Antes de comenzar a retroceder, busqué con el rabillo del ojo su pantalón y noté su calentura física y abultadamente.
No se porqué hice eso, de repente era el ego, la vanidad o la necesidad.
-Definitivamente no esperé que pasara esto en la marcha. Me dijo, con su tono dulce y amable.
-Valió la pena que te gasearan, Marito?
-Marito, así me dice mi abuela. Se rió. Pero sí, valió la pena Raquelita. Rió más y me uní a su risa.
Después de esa noche, intercambiamos celulares y mi emoción juvenil me quiso empujar a escribirle inmediatamente. Solo nos dimos un beso, pero caló profundamente y sus formas no salían de mi cabeza. Decidí no escribir.
Al día siguiente me desperté con un mensaje suyo, corto, tierno. “Que bien besas, cuando nos encontramos en otra marcha?”. Quisiera que hubieran mil, pensé y me arrepentí de mi pensamiento instantáneamente, el Perú ya tiene muchas crisis amontonadas.
“Hagamos una marcha nosotros” le respondí, sin poner punto final a la oración.
“Me gusta la idea, hoy una marcha a las 8pm en el malecón?”. “Ahí nos vemos”.
El malecón quedaba muy cerca a nuestro colegio y eran lares que en diferentes épocas hicimos nuestros. Me sabía todo el recorrido y todos los nombres que enamorados tontos habían escrito en las paredes. Me pareció una buena idea caminar por ahí… marchar.
Después de esos textos que me alegraron la mañana, empecé mi día, rutina tras rutina, que nunca puedo hacer del todo bien, siempre algo se me escapa. Bañarme, cepillarme los dientes, secarme, peinarme, vestirme. Me falta el reloj, a veces el desodorante (por eso me compré uno para la cartera) y otras veces las llaves.
Ir al trabajo era para mí un gran pesar, pese a que realmente amaba mi trabajo, odiaba levantarme temprano. Lo que hacía todo el trámite más pasajero, era la música. Me ponía los airpods y escuchaba Hoy puede ser un gran día de Serrat. Esa era un ritual que aprendí desde la universidad, ¿puede ser un mal día después de esa canción? Lo dudo.
Mi consultorio quedaba a 20 minutos de mi casa, era un departamento que compartía con dos amigas de la universidad. Se dividía en cuatro habitaciones, incluida la sala. Al subir las escaleras del edificio antiguo hasta el segundo piso, pensé en Marito, qué haría? Que pensaría de mi?. Dije suavecito y sin cavilar: “me cagaste la cabeza, Marito, chibolo lindo”.
Ese día tuve cinco clientes casi sin parar, tres niñas y dos niños, maravillosos cada uno pero sin faltar a la ética, puedo decir que mi mente estuvo algo retraída.
En el almuerzo decidí comer sola en mi consultorio, apoyada y a medio echar en el mueble marrón donde me siento siempre yo.
(Continuará)